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Crónicas de la vuelta al barrio. Por Daniela Barrera

La magia del parque

En la fila de la verdulería de la poblada feria de un domingo de otoño conocí a un entrañable gallego que peinaba canas. Con su andar lento, la bolsa en sus brazos y cantidad de sabiduría sobre sus hombros me contó que supo tener un almacén en la calle Amenábar, pero que con la inflación se estaba volviendo loco. Ahora le preocupaba que alguna gente se pudiera ir de la fila sin pagar, pero sospechaba que un empleado estaría siempre vigilándola. Lleva alrededor de 60 años viviendo en Argentina, tenía 16 cuando dejó Galicia, pero el acento no lo dejó a él… por eso daba todavía más gusto oírlo.

Por ésta y otras situaciones siento que hay magia flotando en el parque Saavedra. En sus árboles, en el verde que se tiñe de amarillo, en las hojas que abrazan el suelo, pero además en las personas que lo habitan, en los nenes y perros que lo llenan de vida saludablemente inquieta.

Con mi compañero volvimos a nuestro barrio el primero de junio de 2018 a las siete de la tarde, después de vivir tres años en el mar, en un pueblo de menos de mil habitantes.  Imagínense la paz absoluta, el silencio que tanto anhelamos los porteños, el sonido del océano, médanos altos, calles agrestes, aroma a pinos y eucaliptos y nadie dando vueltas a la hora de la ineludible siesta.

Llegábamos a la ciudad -y a la República de Saavedra- en medio de la hora pico, del caos del tránsito de un viernes inestable como todos. Sin querer ya estábamos corriendo: la inmobiliaria cerraba siete y media, mi viejo esperaba entreteniendo a la administradora por si se hacía la hora de cerrar y nosotros sin aparecer. Nos tenían que dar la llave del departamento que alquilamos. Con Leo y conmigo venía Morgan, el perro más lindo de Reta (que ahora cree ser el macho alfa de Saavedra). Cleo, su mamá de orejas con pintitas adorables, descansaba en lo de mis suegros que hace unos días la cuidaban para ayudarnos con la logística de la vuelta al barrio. Conseguimos la llave, bajamos todo, llegó mi amigo Marcelo, papá de mi ahijado Nahuel, y nos invitó unas pizzas, además de traernos de regalo una cama. Esa bienvenida fue hermosa. A eso también le llamo magia: a la que los afectos más entrañables -esos que más se extraña cuando estamos lejos- son capaces de crear.

Al día siguiente, el sábado 2 de junio, ese silencio despoblado empezaba a quedar atrás: fui al parque. Volví a mi Parque. Había feria como todos los fines de semana y también feria de las naciones. ¡Había gente haciendo cosas! Paseando, comprando, charlando, riendo, jugando, preguntando, respondiendo. Ustedes no van a admirarse como yo de esta afirmación. Pero para mí, la magia había empezado a suceder: veía vida y alma en cada cosa. Me sentía una terrícola que había estado en el espacio y volvía a su planeta. Mi lugar en el mundo era y es este mar del que les hablo, un queridísimo y bellísimo pueblo que se llama Reta. Pero Saavedra es mi hogar. Y ese día, en medio de las primeras luces encendidas del atardecer y una luna cuarto creciente, sentí que había vuelto a mi casa.

 

CRÓNICAS DE LA VUELTA AL BARRIO

por Daniela Barrera

danielajbarrera@gmail.com · Instagram @dylcomunicacion

 

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