PRIMER DÍA
Ocupar el tiempo en cosas productivas no es mi especialidad, pero me dije, ¿qué carajo puedo hacer que sé que nunca voy a hacer? Y allí estaba, frente a mí, ese bendito segundo cajón. Ese al que van a parar todas las cosas que no quiero tirar y no sé para qué sirven. El misterio es que se acomodan solas dentro de un orden que desconozco y que el cajón, no se llena nunca. Como con pasos de ballet un clip se engancha con unos extraños cables, atrapan un par de barajas que se comunican con un dado, con caracoles, con un pequeño banderín del Barcelona que es el colmo de no saber cómo llegó a mí. Pedazos de hilo ovillados imposibles de desmadejar. Aquellas pequeñas cosas que no son las de Serrat conviven y se mixturan por mi cobarde decisión de no clasificarlas o de tirar el cajón entero directamente. Hoy fui decidido a ordenarlas y comprobé, una vez más, que la tarea es imposible. Ojalá entendiera las razones por las cuales se van hilvanando, que debe tener algún sentido, que supongo jamás me enteraré ¿Cómo relacionar un caracolito agujereado con un peón negro de ajedrez, o una tarjeta de un escribano rodeada de chinches sueltas? Algún hilo conductor tiene que haber, las cosas no están acomodadas así porque sí y tampoco tienen un valor sentimental para mí. Cuando me decidí a tirarlas me pregunté por cuántos virus habrán pasado esas cosas inservibles, y ya paranoico pensé que si las sacaba del cajón las exponía a reproducir una pandemia, y que además podría estar rompiendo estrechas relaciones que se dieron con los años, así que no sólo cerré el cajón, lo sellé como pude. Lo único que me quedó resonando fue el pequeño banderín del Barza, nunca estuve en España, ¿será que a veces, como lo hacemos nosotros, las cosas viajan? Puede ser, pero que se haya metido en mi segundo cajón ya es demasiado.
DÍA DOS
Me desperté positivo, con el virus en segundo plano. Había tenido la peor pesadilla, todo esto estaba sucediendo un año atrás. Me resonaban los gritos de “¡nadie se contagia más!, ¡nadie se contagia más, carajo!”. En cadena nacional me habían tratado de explicar que el problema era que el virus era muy chiquito y el país era muy grande y que entonces se convocaba a una marcha en contra del virus bajo el lema “yegua, ladrona, trajiste el corona”. Desde el primer día la tapa de Clarín y los zócalos decían “lo peor ya pasó”. Soportar esto aún en un sueño habla de que ese virus todavía lo tenemos en el cerebro.
Noté que crecía mi abstinencia de parque. Estuve un largo rato pensando cómo burlar a la policía. La idea no era exponer a nadie, simplemente sentarme un rato bajo un árbol, sin nadie cerca. Se me ocurrió una idea brillante, hacer un cartel para colgarme del cuello (gracias Livingston), que diga “El señor Ernesto Garabato es paciente ambulatorio del departamento de psiquiatría del Hospital Pirovano. No reviste ningún tipo de peligro para sí ni para terceros SALVO QUE LO CONTRADIGAN”. Mañana lo voy a probar con el alba, sé cómo y por dónde escapar de un parque rodeado por el ejército.
Como verán, la llevo tranqui. Hoy es el día de la poesía e intenté escribirle una al virus, pero me cuesta, necesitaría verlo, intercambiar algunas ideas con él, saber su color, su aroma, su elección sexual, sus contradicciones, algo de su infancia, su ideología, su religión, pero claro, si me cuenta todo esto corro el riesgo de enamorarme.
Ven, ya lo idealicé y sospecho que él o ella son uno solo, que va de manera increíble dando vueltas por todo el mundo. Y ahí me detengo, lo mismo hacen Papá Noel y los Reyes Magos. No me enamoraré un carajo, sólo tuve una regresión a mi infancia, cuando no sabía lo que era un virus y los mosquitos como mucho te dejaban una roncha.
DÍA TRES
Cuando me levanto, y a medida que se me van prendiendo las luces, siempre de a una, la realidad se va apoderando de mis pensamientos. Para distraerme saqué a la perra, siempre por mi cuadra como dice el protocolo y veo que una cuatro por cuatro se cruza en el camino, subiéndose a la vereda “¡Qué hacés!”, me dice, “¡tanto tiempo!”. “¿Tanto tiempo de qué?”, pensé. Era un compañero de secundaria al que nunca me banqué demasiado. “¡Dale, dejá la perra y vamos a tomar un café!”, me dijo. Le dije que no, que si no tenía idea de lo que estaba pasando. “¿Y vos te lo crees?”, preguntó. “A mí este gobierno no me va a decir lo que tengo que hacer.” Le dije “loco, está muriendo gente, las camas de los hospitales están todas ocupadas”. “Son los de la cámpora”, me dijo. “Te dejo”, di media vuelta y volví con la perra meándome los talones.
Me puse a buscar si alguna ciencia se estaba ocupando de descular el origen de los pelotudos y descubrí que sí, que se llama “pelotudología”. La ciencia intenta encontrar la lógica del pelotudo, pero están cerca de afirmar que no existe, separa los grados de pelotudez más graves, por ejemplo el pelotudo optimista, el pelotudo con iniciativa, que están entre los más peligrosos. También vieron que el pelotudo no se suma, se multiplica y se potencia. Ello hace difícil encontrar al pelotudo por excelencia donde poder cortar la cadena. Tienen como frase de cabecera que “la inteligencia humana es limitada, pero la pelotudez no tiene límite alguno. También saben de sus mutaciones, el pelotudo puede hincharte las pelotas un rato, y apenas después generar una catástrofe, y proponen, citando al negro Fontanarrosa, que la palabra pelotudo es la única que lleva acento en una consonante, la “t”. Si prueban se van a dar cuenta. Volví a sacar a la perra y mi pelotudo del día estaba estacionado en la puerta de mi casa. “¡Te estaba esperando!” me dijo. Le dije que no iba a subir a la camioneta, ni a tomar un café, ni a pasear al pedo por la ciudad. Se acercó un policía preguntando qué pasaba. Le pregunté si había alguna orden de restricción para mantener alejados a los pelotudos. El policía le preguntó qué estaba haciendo, “nada, paseando, vine a ver a un amigo”, le dijo. Yo dije “no, no somos amigos”. Lo hizo bajar de su auto falo y le dijo que lo tenía que acompañar. El poli me dijo “son una invasión, y ya no sabemos qué hacer con tanto pelotudo junto”. La perra le meó la puerta y la camioneta quedó tapándome la visión de la ventana, y al rato comenzaron a estacionar otros pelotudos que no conozco. Seguí leyendo la nota sobre la pelotudología, donde decía que si bien el comportamiento de esta especie de pandemia urbana se asemeja, hay varias sepas, y poder encontrar su genoma humano es imposible, simplemente porque no lo tienen
DÍA CUATRO
Cuando me despierto generalmente me resuena algún tema musical. Hoy fue en la voz de David Lebón con Polifemo “Suéltate rock & roll”, en la parte que dice “mirá los estados, están completamente, completamente bloqueados”. Canturreando el tema decidí ir por otro segundo cajón de un mueble en el que se supone tengo guardadas cosas importantes. Lo abrí y había una sola cosa, mi juego de ajedrez. Desplegué los trebejos y recordé que los partidos con mí mismo no solían ser entretenidos, aunque Adrián diga que “la lucha es de igual a igual contra uno mismo”. Se me ocurrió entonces armar un cuadrangular. Convoqué a mi yo, mi ello, mi súper yo y mi álter ego, sabiendo que no había contagio posible, ya que todos habitan mi cuerpo.
“En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.”
Cada partida se hacía demasiado larga, los tipos se conocen y saben sus mañas. En un intervalo surgió una discusión sobre lo injusto de la distribución de movimientos y y lo expuestos que estaban los peones y sus limitaciones de desplazamiento, y por qué mueven primero las blancas, lo que derivó a los orígenes del ajedrez. Cuando sólo se habían hecho tres movidas de la primer partida, entre todos fuimos reconstruyendo el mito o la leyenda del origen
de este juego.
“En el oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.”
La historia comenzó con un rey deprimido y aburrido que dijo que a quien lo entretuviera le concedería un deseo fuera cual fuera. Así apareció un
mendigo con un juego de ajedrez tallado por él mismo y durante una
semana le enseñó al rey y a todos sus cortesanos cómo se jugaba. El rey, entusiasmado, le ganó a todos, lo mandó a buscar al mendigo y le dijo “nobleza obliga, he de concederte el deseo, me has entretenido”. El rey
creía que ya había aprendido todo. El mendigo apoyó el tablero en la mesa redonda y dijo que quería un grano de arroz por el primer escaque, dos por el el segundo, cuatro por el tercero, diez y seis por el cuarto, y así recorriendo los sesenta y cuatro escaques. El rey lo miró subestimándolo pero los matemáticos de la corte, después de analizar la propuesta, le dijeron que
era imposible, que daba trillones de granos de arroz que no había en el mundo entero. El mendigo le dijo al rey que si no había sabido prever esto, estaba lejos de saberlo todo sobre el juego.
“Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.”
El rey preguntó “¿no hay manera de parar esa progresión? El mendigo le
dijo, tal vez la única sea aislar cada escaque hasta que a los granos de
arroz les cueste reproducirse, y entonces cambiaría el juego, y le dejó una frase.
“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?”
Allí mis tres compañeros me abandonaron y se fueron a jugar un truco gallo que es menos complicado.
PD: La poesía citada se llama “Ajedrez”, de Jorge Luis Borges.
DÍA CINCO
Hoy fueron sólo preguntas, está bueno preguntarse cuando ya se sabe la respuesta. Una especie de Feliz Domingo previsible.
¿Los que tiran chanchos de un helicóptero a ver si lo embocan en una pileta están en los grupos de riesgo? ¿Los que entran al country con su mucama en el baúl, están? ¿Los que se toman un avión el mismo día que se anuncia la cuarentena y después reclaman y se enojan porque no los van a buscar en un chárter, pertenecen? Parecería que no. El grupo de riesgo son los jubilados y su historia clínica ¿Los pobres, los indigentes, los de la calle, los adictos, los presos, los locos, están en el grupo de riesgo? ¿Y los que generaron todos estos riesgos y tal vez tengan un respirador en sus mansiones, en sus yates o en sus aviones, y son incapaces de hacerse cargo de lo que hicieron, no son el riesgo peor? ¿No es un riesgo destruir el estado? ¿Sería mucho riesgo sacarles lo que se afanaron y ponerlo en el sistema de salud? ¿Y si lo fuera, estaríamos dispuestos a correr ese riesgo? ¿En qué andará el riesgo país? ¿Qué carajo importa ahora o siempre? El riesgo país es para los inversores, para los lavadores, para la timba financiera. Hoy el riesgo país resulta ser para los seres humanos, resulta jugar entre la vida y la muerte, y si esto pasa, si esto queda atrás, algunos nos aliviaremos y nos abrazaremos en las mesas sin mantel, y otros festejarán tirando más chanchos a la pileta y evaluando si la servidumbre del yate quedó completa.
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